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Fragmento Inolvidable : Soldados de Salamina de Javier Cercas

Cuando en los meses finales de la guerra civil española las tropas republicanas se retiran hacia la frontera francesa, camino al exilio, alguien toma la decisión de fusilar a un grupo de presos franquistas. Entre ellos se halla Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de la falange. Sánchez Mazas logra escapar del fusilamiento colectivo y salen en su búsqueda....

Al atardecer del día 29, Sánchez Mazas, Pascual y sus compañeros de celda son conducidos a la azotea del monasterio, un lugar que no han pisado nunca y donde se reúnen con otros presos, quinientos en total, tal vez más. Pascual conoce a algunos de ellos, pero apenas puede intercambiar unas pocas palabras con Pedro Bosch Labrús, vizconde de Bosch Labrús, y con el capitán de aviación Emilio Leucona, pues enseguida un carabinero ordena guardar silencio y empieza a dar lectura a una lista de nombres. Porque en su mente vuelve a abrirse paso la esperanza del canje, en cuanto oye el nombre de algún conocido Pascual desea con toda su alma estar incluido en la lista, pero, sin que ninguna razón precisa avale este cambio de parecer, para cuando el carabinero lo pronuncia —poco después del de Sánchez Mazas y justo a continuación del de Bosch Labrús— ya se ha arrepentido de formular ese deseo. Los veinticinco hombres que han sido citados, entre los cuales se hallan todos los que compartían celda con Sánchez Mazas y Pascual, excepto Fernando de Marimón, son conducidos a una celda del primer piso en la que sólo hay algunos pupitres arrimados contra las paredes desconchadas y una pizarra con fechas de efemérides patrióticas garabateadas en tiza. La puerta se cierra tras ellos; se hace un silencio ominoso, roto enseguida por alguien que proclama la inminencia del canje y que consigue distraer la angustia de algunos con la discusión de una conjetura que se desvanece al rato para dejar paso a un pesimismo unánime. Sentado a un pupitre en un extremo de la celda, antes de la cena el padre Guiu confiesa a unos presos, y luego organiza una comunión. Nadie duerme durante la noche: iluminados por la luz gris piedra que entra por el ventanal y que dota a sus caras de una sugestión anticipada de cadáver (aunque conforme pasa el tiempo el gris se espesa y la oscuridad se vuelve real), los presos velan auscultando los ruidos del corredor o buscando el alivio ilusorio de sus recuerdos o de una conversación última. Sánchez Mazas y Pascual están tumbados en el suelo, con la espalda apoyada contra el frío de la pared, con las piernas cubiertas por una manta insuficiente; ninguno de los dos recordará nunca con precisión de qué hablaron durante esa noche brevísima, pero sí los largos silencios que puntuaron su conciliábulo, los susurros de los compañeros y el rumor de sus toses desveladas y de la lluvia cayendo indiferente, asidua, negra y helada sobre las losas del patio y los cipreses del jardín como sigue cayendo mientras el amanecer del 30 de enero cambia lentamente la oscuridad de los ventanales por el color blancuzco de enfermo o de aparecido que tiñe como una premonición la atmósfera de la celda en el momento en que un carcelero les ordena salir. Nadie ha dormido, todos parecen haber estado esperando aquel momento y, como arrastrados por la urgencia de despejar la incertidumbre, obedecen con diligencia de sonámbulos y se unen en el patio a otro grupo de presos similar al suyo, hasta sumar cincuenta. Aguardan unos minutos, dóciles, silenciosos y empapados, bajo una lluvia fina y un cielo denso de nubes, y al final aparece un hombre joven en cuyos rasgos borrosos reconoce Sánchez Mazas los rasgos borrosos del alcaide del Uruguay. Éste les anuncia que van a trabajar en la construcción de un campo de aviación en Banyoles y les ordena formar en diez filas de cinco en fondo; mientras obedece, ocupando sin pensar el primer lugar de la derecha en la segunda fila, Sánchez Mazas siente que el corazón se le desboca: presa del pánico, comprende que lo del campo de aviación sólo puede ser una excusa, pues carece de sentido construirlo con los nacionales a pocos kilómetros y lanzados a una ofensiva definitiva. Empieza a andar a la cabeza del grupo, desquiciado y temblón, incapaz de pensar con claridad, indagando absurdamente en la expresión neutra de los soldados armados que bordean la carretera una señal o una esperanza, buscando en vano convencerse de que al final de ese trayecto no le aguarda la muerte. A su lado o tras él, alguien intenta justificar o explicar algo que no oye o no entiende, porque cada paso que da absorbe toda su atención, como si pudiera ser el último; a su lado o tras él, las piernas enfermas de José María Poblador dicen basta, y el preso se derrumba sobre un charco y es socorrido y arrastrado por dos soldados de vuelta al monasterio. A unos ciento cincuenta metros de éste, el grupo dobla a la izquierda, abandona la carretera y se interna en el bosque por un sendero ascendente de tierra caliza que desemboca en un claro: una alta explanada rodeada de pinos. De la espesura brota entonces una voz militar que les ordena detenerse y dar media vuelta a la izquierda. El terror se apodera del grupo, que se paraliza con una unanimidad de autómata; casi todos sus miembros giran a la izquierda, pero el espanto confunde el instinto de otros que, como el capitán Gabriel Martín Morito, giran a la derecha. Transcurre entonces un instante eterno, durante el cual Sánchez Mazas piensa que va a morir. Piensa que las balas que van a matarlo vendrán de su espalda, que es de donde ha brotado la voz de mando, y que, antes de que muera porque las balas lo alcancen, éstas tendrán que alcanzar a los cuatro hombres que forman tras él. Piensa que no va a morir, que va a escapar. Piensa que no puede escapar hacia su espalda, porque los disparos vendrán de allí; ni hacia su izquierda, porque correría de vuelta a la carretera y los soldados; ni hacia delante, porque tendría que salvar una muralla de ocho hombres despavoridos.

Pero (piensa) sí puede escapar hacia la derecha, donde a no más de seis o siete metros un espeso breñal de pinos y maleza promete una posibilidad de esconderse.

«Hacia la derecha», piensa. Y piensa: «Ahora o nunca».

En ese momento varias ametralladoras emplazadas a espaldas del grupo, justo en la dirección de la que ha surgido la voz de mando, empiezan a barrer el claro; tratando de protegerse, instintivamente los presos buscan el suelo. Para entonces Sánchez Mazas ya ha alcanzado el breñal, corre entre los pinos arañándose la cara y oyendo aún el tableteo sin compasión de las ametralladoras, finalmente da un tropezón providencial que lo arroja, rodando sobre el fango y las hojas mojadas, por el barranco donde se quiebra la explanada, hasta aterrizar en una hoya encharcada en la que desemboca un arroyo. Porque imagina con razón que sus perseguidores le imaginan alejándose cuanto le sea posible de ellos, decide guarecerse allí, relativamente cerca del claro, encogido, jadeante, empapado y con el corazón latiéndole en la garganta, tapándose como puede con hojas y barro y ramas de pino, oyendo los tiros de gracia sobre sus desdichados compañeros de grupo y luego los ladridos acuciantes de los perros y los gritos de los carabineros apremiando a los soldados a dar con el fugitivo o los fugitivos (porque Sánchez Mazas aún ignora que, contagiado por su impulso irracional de huida, también Pascual ha logrado escapar a la matanza). Durante un tiempo que no sabe si computar en minutos o en horas, mientras, para taparse con barro, araña sin descanso la tierra hasta sangrar por las uñas y reflexiona que la lluvia que no cesa de caer impedirá a los perros seguir su rastro, Sánchez Mazas continúa oyendo gritos y ladridos y disparos, hasta que en algún momento siente que algo se remueve a su espalda y se vuelve con una urgencia de alimaña acosada. Entonces lo ve. Está de pie junto a la hoya, alto y corpulento y recortado contra el verde oscuro de los pinos y el azul oscuro de las nubes, jadeando un poco, las manos grandes aferradas al fusil terciado y el uniforme de campaña profuso de hebillas y raído de intemperie. Presa de la anómala resignación de quien sabe que su hora ha llegado, a través de sus gafas de miope enteladas de agua Sánchez Mazas mira al soldado que lo va a matar o va a entregarlo —un hombre joven, con el pelo pegado al cráneo por la lluvia, los ojos tal vez grises, las mejillas chupadas y los pómulos salientes— y lo recuerda o cree recordarlo entre los soldados harapientos que le vigilaban en el monasterio.

Lo reconoce o cree reconocerlo, pero no le alivia la idea de que vaya a ser él y no un agente del SIM quien lo redima de la agonía inacabable del miedo, y lo humilla como una injuria añadida a las injurias de esos años de prófugo no haber muerto junto a sus compañeros de cárcel o no haber sabido hacerlo a campo abierto y a pleno sol y peleando con un coraje del que carece, en vez de ir a hacerlo ahora y allí, embarrado y solo y temblando de pavor y de vergüenza en un agujero sin dignidad. Así, loca y confusa la encendida mente, aguarda Rafael Sánchez Mazas —poeta exquisito, ideólogo fascista, futuro ministro de Franco— la descarga que ha de acabar con él.

Pero la descarga no llega, y Sánchez Mazas, como si ya hubiera muerto y desde la muerte recordara una escena de sueño, observa sin incredulidad que el soldado avanza lentamente hacia el borde de la hoya entre la lluvia que no cesa y el rumor de acecho de los soldados y los carabineros, unos pasos apenas, el fusil apuntándole sin ostentación, el gesto más indagador que tenso, como un cazador novato a punto de identificar a su primera presa, y justo cuando el soldado alcanza el borde de la hoya traspasa el rumor vegetal de la lluvia un grito cercano:

—¿Hay alguien por ahí?

El soldado le está mirando; Sánchez Mazas también, pero sus ojos deteriorados no entienden lo que ven: bajo el pelo empapado y la ancha frente y las cejas pobladas de gotas la mirada del soldado no expresa compasión ni odio, ni siquiera desdén, sino una especie de secreta o insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su terca condición de seres, algo que elude a las palabras como el agua del arroyo elude a la piedra, porque las palabras sólo están hechas para decirse a sí mismas, para decir lo decible, es decir todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir o concierne o somos o es este soldado anónimo y derrotado que ahora mira a ese hombre cuyo cuerpo casi se confunde con la tierra y el agua marrón de la hoya, y que grita con fuerza al aire sin dejar de mirarlo:

—¡Aquí no hay nadie!

Luego da media vuelta y se va.

Qué es una Microficción? 

 

Es un texto narrativo brevísimo donde impera la sugerencia y la precisión extrema del lenguaje. La tríada  acción-espacio-tiempo existe en el tejido narrativo aunque puede que sumergido o sobrentendido. Por eso nos exige una singular actitud de lectura. Utiliza como recursos la intertextualidad con otros generos literarios y no literarios, la ironía, el aire lúdico, el juego onírico, la paradoja, el ingenio, el enigma, lo fantástico y la parodia. Todo esto hace que para apreciarlas en toda su dimensión haya que tener bastantes referencias culturales.

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