" Sabor a pintura en los labios" cuento de Enrique Anderson Imbert
Con el último beso -el más laxo de todos- aparté mi cabeza de la de Nora y la hundí en la almohada. Después me di vuelta, cara al techo, y entrelacé las manos debajo de la nuca. La mirada -fototrópicamente- se me fue hacia las persianas entornadas. Entornadas para que, desde la casa de enfrente, nadie pudiese vernos en la cama, pero lo bastante abiertas para que la hora de la siesta se parara allí, en la hendija, como un brillante estambre.
Imaginé la tarde, al otro lado de la ventana. Ni una nube debía de estar sobre Buenos Aires, ni una nube que empañara la luz. Sería un cielo con inmovilidad de cristal. ¡Lo imperturbable que estaría el azul!, pensé. En cambio, la brisa que a ratos se me tumba sobre el cuerpo desnudo me hizo pensar en que una mujer, cualquier mujer que anduviese en ese momento por las calles, tendría que sujetar las faldas de su vestido de verano para que el viento no se las levantara.
Me miré. Caderas cuadradas, largas piernas. Cuerpo bastante fuerte, joven, blanco, más o menos liso. Qué curioso. El cuerpo era mío. Desde siempre, desde que yo podía recordar, el cuerpo estaba ahí, acompañándome. No ante mí, sino conmigo. Más fiel a mí que al mundo. Pero, precisamente, el ser mío, el que fuera yo quien lo tuviera, lo hacía distinto de mí. No era un objeto. Eso … un objeto. Eso no. Mi cuerpo no estaba al final de una perspectiva sino que era mi perspectiva., Sin embargo, no era mi cuerpo la parte con la que mi yo empezaba a apropiarse de todos los objetos del mundo (¿o quizá la parte por la que el mundo empezaba a invadirme con sus objetos?). Miré y remiré mi cuerpo: entreveía las órbitas de los ojos; si cerraba un ojo, la punta de la nariz; y a medida que la mirada iba hacia las regiones más distanciadas de los ojos me vi como un ancla. El cuerpo era mi anclaje en el mundo.
Un tranvía (un oxidado ruido de tranvía) venía de lejos. Al acercarse a la esquina frenó la marcha con tantos ahogos que parecía que iba a morirse. Entonces oí a mi lado otro ahogo y al mirar vi que Nora lloraba.
Con las piernas encogidas, con las manos en el rostro gacho, esa otra ancla humana dibujaba un gran signo de interrogación. De espaldas no era tan hermosa. Quise atraerla hacia mí y deshacer la trenza de sus brazos pero Nora se encorvó aún más y siguió llorando hacia el lado de la pared.
-¿Qué te pasa* -le dije-¿Tienes vergüenza? -y le acaricié el pelo.
Habíamos bebido mucho coñac. Yo sentía todavía el mareo, un gran mareo que me absolvía de toda culpa. Quizá a ella el coñac le produjera otro efecto.
-¿Tienes vergüenza? No seas tonta ¿Vergüenza de qué?
Se reclinó en la cama. Así, de frente, era como me gustaba. Las ondas del pelo, color de lino, se volcaban .sobre un solo hombro. Aunque ahora despeinadas, seguían la dirección de su peinado habitual. (En la primera tarde en que nos conocimos esa crencha que le rodeaba el cuello y caía sobre el seno derecho en agresiva asimetría me perturbó tanto que tuve ganas, qué sé yo, de darle un tirón, de soltarle el moño, de repartirle el pelo a los dos lados, de cortárselo, de besárselo.) Pelo sedoso, no grueso como este mío. Sus padres eran alemanes. También los míos. Pero ella, en el lado rubio de la raza; yo, en el oscuro. Tenía una cara de bebé, con su piel tan tersa, con sus ojos de un azul tan inocente. Los senos, enormes en su talle juvenil, parecían vivir por su propia cuenta.
Esperó un rato y después, sin mirarme, murmuró: -Hemos hecho mal. No puede estar bien. Nunca. Está mal. Mal.
La voz .se le encendía y apagaba, como en un vuelo de luciérnaga.
-No es cierto -respondí- ¿Qué tiene de malo? ¡Vamos! No seas tonta. Ya hemos hablado sobre esto infinidad de veces. No seas tonta. Es perfectamente natural.
Una ráfaga de aire le hizo temblar una onda de pelo .sobre la oreja. Tuve ganas de que mis dedos entraran también allí como otra brisa pero … otra brisa pero me contuve.
-No comprendes, Nora, que no hemos hecho nada malo? Si nos queremos… Queriéndonos como nos queremos, ¿qué más? Es perfectamente natural.
-Esto no es cariño ni nada. ¡Qué sabés lo que es querer! Esto es feo, feo. Déjame tranquila. No me molestes más. Déjame tranquila.
De nuevo ocultó la frente, los ojos, entre las manos.
La contemplé un rato en silencio. Los dientes, un poco echados hacia adelante, le daban a sus labios carnezuelos el gesto de estar esperando un beso. ¡Qué piel de niña, de criatura recién bañada! Sin embargo, las curvas eran poderosas como si sus dos magnolias hubieran florecido de pronto, en el verano.
-No vas a volver con él, ¿verdad? No vas a volver con Arturo… después de esto… de lo que somos… Esto es perfecto. Nora. No somos dos. Tú y yo, digo. No somos dos. No vas a volver con ese hombre… con ese animal.
-¿Por qué no?
-¿Después de esto? ¿Cómo vas a volver?
-No. Es cierto. No podría volver. Aunque Arturo me llamara… No podría volver… -y lloró.
-No seas tonta. Mírame, Nora. ¿No es mejor así? Conmigo no te faltará nada. ¿No te ha ido bien? ¿No te gusto? Claro que te gusto. Podremos seguir así. No tendrás nada de que preocuparte. Nada. Esto -le dije sonriéndome- no tendrá consecuencias… No soy como ese animal de Arturo. ¡El bruto! Capaz de hacerte un hijo.
Nora seguía llorando.
Miré hacia la ventana.
El rumor de la ciudad atravesaba, sin tocarla, la cinta de luz de las persianas entornadas. Sentí impaciencia. Arturo, el bruto… Con ese aire de matón. Lo detestaba. Alto, musculoso, huesudo, con su bigote negro y su sonrisa de suficiencia. Repelente. No. Nora no volvería con él. No después de lo que acabábamos de hacer. Cuando ocurren estas cosas, ya se sabe, se descubre nuestra verdadera naturaleza. Lo que somos. Arturo había poseído a Nora, diez, veinte veces. La había hecho suya. No completamente, es cierto. Pero esa parte de Nora que Arturo había poseído yo no se la podía arrebatar. Ah, Nora y yo nos habíamos conocido demasiado tarde. En la oficina del Ministerio. Había entrado, azorada. Empleada nueva. Una alemanita dulce, de voz perezosa. 92 x 56 x 92. Se encontraron nuestros ojos. Perturbadores. Su primera visita había sido apenas una .semana atrás, cuando la invité a tomar el té en mi habitación. La intimidad fue fácil. El hablar de esta o de aquella prenda. El roce de las rodillas por debajo de la mesa. Una caricia suelta. Un beso como quien no quiere la cosa. Una desnudez. Sólo ayer la había convencido para que pasara la noche conmigo. Había sido de Arturo. ¡El animal! Ahora era mía. ¿Quién la poseía más? Poseíamos partes de su ser pero ¿quién la poseía más? No, a Arturo no volvería. Nora sería feliz conmigo. Eso corría de mi cuenta. … de mi cuenta. Lo importante era ser felices. El primer paso estaba dado. Había salido bien. Yo la mimaría, le haría todos los gustos. No ¿por qué habría de volver a ese bruto?
-Querida, no seas así. No llores más -le dije. Y me sorprendí de oír mi propia voz, tan suave, tan llena de ternura.-Qué linda estás. Te quiero. -Y la besé.
-Déjame tranquila. ¿Por qué no te vas y me dejas tranquila?
Estiró la mano hacia la mesa de luz y se sirvió otra copa de coñac.
La observé un rato. Era inútil insistir. Mejor sería esperar a que se serenase.
-Bueno, me voy-le dije-. Daré unas vueltas. Tengo que comprar algunas cosas. Pero vendré a buscarte a eso de las seis. Iremos a cenar ¿quieres?
Me levanté de la cama y me di una ducha. Me vestí. Me arreglé rápidamente apenas mirándome al espejo. Nora estaba ahora echada .sobre un costado cubierta con la sábana. Por su respiración pesada parecía dormir. Salí sin hacer ruido.
Bajé las escaleras de la casa de departamentos.
En la puerta estaba el portero.
Tenía la .sonrisa odiosa, abierta a cuchillo en la cara mal afeitada.
Me miró de arriba abajo, como desnudándome, y quiso entrar en conversación.
-¡Qué calor! ¿no? Y usted, con ese saco. ¡Y con las manos en los bolsillos del saco! iSabe una cosa? Si usted dejara esos aires de jefe, y se vistiera con otro traje más… otro traje más decente, sería bastante…
-¿Cuántas veces le he dicho que no quiero hablar con usted? ¿No .se da cuenta de que me molesta?-le dije casi chillando.
Me daba rabia su impertinencia.
Salí a la calle y empecé a alejarme, Bartolomé Mitre abajo.
De pronto oí que el portero me gritaba:
-¡Diga, señorita! ¿Su amiga se queda sola allá arriba?
De rabia me mordí los labios hasta que me sentí el sabor de la pintura de labios. Y me fui taconeando, calle abajo.